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01 junio 2011

Máscaras

Por la vida de cada individuo pasan muchas personas. Algunas más importantes que otras. Con la enorme mayoría, el individuo representa un teatro en el que intenta interpretar el papel que cree adecuado para la función en curso. Con unos es profesional, con otros, colega; con aquellos, compañero; con estos, conocido; con los de más allá, familiar; con unos pocos amigo y en general con nadie es uno mismo, sin máscaras, sin roles, sin tonterías. 

En mi vida he llevado muchas máscaras y me he cruzado con mucha gente que también interpretaba roles. Así sigue siendo, y es natural, de hecho, con todos se empieza así, yo también. Aunque no mienta, sigo interpretando un papel, sigo mostrando solo la parte que quiero mostrar (o la que no puedo controlar), pero no todo y no a todos. Es imposible ser uno mismo desde el principio en todo momento. Además, es más fácil seguir las reglas, no mostrar lo que hay debajo de la careta porque hacerlo asusta, te vuelve vulnerable, indefensa y te quita el poder cuando todos los demás juegan a interpretar ese teatro para obtener poder y no ser pisados. Ir sin máscara, cuando te equivocas, duele. 

Y sin embargo, alguna rara vez puedes encontrar a la persona que hay debajo de la máscara. Eso normalmente solo sucede cuando tú también te quitas la tuya, cuando ambas personas dejan de interpretar ese teatro de roles y, durante unos instantes, son ellas mismas. Sin mentiras, sin escondites, sin tapujos. 

En mi vida solo en esos momentos me he de verdad acercado a alguien. Por supuesto que puedo tener crushes, sentir amor, atontamiento, fascinación, atracción, amistad, deseo, cariño, cercanía, interés, empatía y demás por personas con máscara mientras yo misma me escondo tras la mía. Puedo tener relaciones sinceras de amistad y de amor en mitad del escenario del teatro. Pero esas relaciones no me llegan a tocar del mismo modo. Son solo esos escasos momentos de autenticidad los que lo cambian todo, los que hacen que sienta algo que está en otro nivel completamente diferente. Y es esa escasa gente la que de verdad se queda grabada en mi corazón de forma imborrable.

Llegar a esto lleva años. Muchos. Hace falta sentir una confianza que solo la da el tiempo. Y lo cierto es que casi nunca he encontrado a nadie con quien me apetezca llegar tan lejos. Unas cuantas personas. Con ellas en algún momento dejé de interpretar un papel y empecé a ser yo. Yo cuando río, cuando lloro, cuando hablo, cuando me enfado, cuando bromeo, cuando estoy en éxtasis, cuando estoy en la mierda, cuando deliro, cuando desespero, cuando me esfuerzo y cuando apesto. Yo. Pero en realidad, curiosamente no es eso lo que me llega más adentro, sino ver que esas personas en algún momento también bajan sus barreras protectoras, se relajan y se muestran desnudas de todo artificio. Es esa desnudez simbólica (y muchas veces también real), la que hace la gran diferencia. Ver a alguien a quien quiero intensamente así, me desarma completamente y crea en mí una huella perenne que no se borra, ni siquiera con la distancia, el paso del tiempo o la eventual crueldad que esa persona pueda llegar a mostrar más tarde. Sin la máscara, aunque lo que haya debajo sea un monstruo, para mí siempre es más amado que el mejor embalaje de oro.

Llegar a cruzar esa frontera por ambas partes es casi imposible. Pero si sucede, aunque solo sea por unas horas, todo cambia para siempre. Una vez vista la figura, ¿quién quiere su sombra? ¿Quién quiere volver a esconderse tras el maquillaje blanco e interpretar nuevamente la vieja pantomima? ¿Quién puede seguir disfrutando el aroma artificial sin añorar la complejidad del sabor de la verdadera fruta? ¿Quién es capaz de fingir que el teatro es sincero cuando sabe lo que hay entre bastidores? Desafortunadamente algunos parecen querer conformarse con eso. Pero yo no puedo. Sufro. Y no quiero.

Quitarse todo el disfraz es un poco como salir del armario pero a lo grande. Antes de hacerlo parece imposible. Todo son dudas, miedos, angustias, suspicacias, inseguridades. Pero una vez fuera, cuando ves cómo puede ser tu vida en un mundo mucho más amplio y hermoso que esas cuatro paredes de madera tras las que creías protegerte pero que ahora sabes que solo te asfixiaban, ¿para qué volver a encerrarte voluntariamente? ¿Y cómo hacerlo sin llorar cada noche por no poder ver el ocaso?

Desde luego que yo ni puedo ni quiero vivir en el armario. Y tampoco detrás del antifaz. Una vez cruzada la frontera, ya no sé volver atrás. Ya no quiero volver atrás. Algo tan bello ya no me vale cubierto de lodo. Tanto es así, que he llegado a un punto en el que no quiero ni siquiera iniciar amistades reales o relaciones cercanas con gente con la que no creo que en algún momento podré llegar a tener ese nivel de realidad que es el único que acaba de verdad llenándome.

Eso no significa que no pueda tener amigos, encontrar a gente nueva, tener múltiples conocidos y acercarme mucho a algunas personas. De hecho, estoy en lo que debe de ser el período más social de mi vida. Me gusta tener gente a mi alrededor, aprender cosas, socializar. Pero, aunque todas mis relaciones son dentro de esa sinceridad que me esfuerzo en mantener a toda costa y con todo el mundo, no dejan de ser tras una máscara que cambia según el papel que me toque interpretar.

No obstante, siendo como soy, necesito una válvula de escape a toda esa farsa de cada día. Y es lo que encuentro y tengo con la persona con la que vivo. Y lo que deseo tener también con otras personas a las que amo con intensidad. Pero desgraciadamente esas personas que en algún momento tuvieron el valor de mostrarse desnudas, en el día a día no saben vivir sin máscara, sin teatros, sin mentiras, sin hacer de todas sus relaciones un juego de poder en el que intentar quedar por encima para esconder su miedo y su amor. Y yo, si tiene que ser así, prefiero no estar cerca. Aunque duela, lo hace menos que ver lo que veo cuando me acerco y solo me encuentro con la máscara.

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