Aunque durante toda mi juventud siempre me consideré una persona pesimista, en los últimos años he descubierto que en realidad es un error de percepción basado en lo que los demás creen ver en mí más que en lo que yo en realidad soy o siento. De hecho, he descubierto que soy una verdadera optimista, y eso me ha costado mucho trabajo aceptarlo al principio. El verdadero pesimismo no está en estar triste, analizar las cosas, interesarse por temas serios, tomarse la vida de forma más profunda, hablar de forma negativa sobre los aspectos con los que no se está de acuerdo, ser crítico con uno mismo o los demás, preocuparse por las consecuencias negativas de los actos realizados, sufrir, temer la enfermedad y la muerte, no ser extrovertido... No, el verdadero pesimismo está en esperar siempre lo peor y por ello no permitirse a uno mismo experimentar, desear, sentir, amar, probar, fantasear, soñar... Está en controlar lo que uno hace y siente porque por adelantado ya se sabe que todo va a ir mal si no se hace. Está en no atreverse a poner toda la carne en el asador porque ya se sabe que eso solo puede acabar mal. Está en no ser capaz de lanzarse a la piscina por miedo a estrellarse con el suelo en lugar de flotar en el agua.
Yo, verdadera optimista, por algún motivo siempre tengo la esperanza de que todo acabará bien. Por mucho que analice todo, por mucho que vea las escasas probabilidades, por mucho que escuche las advertencias... pero la esperanza sigue ahí. Y cuando en ocasiones me acabo dando el batacazo, que sucede también, siempre me llevo la sorpresa. Sabía que podía pasar pero aun así me pilla desprevenida, porque yo he estado soñando y esperando que todo de un modo u otro fuera a ir como yo creía que tenía que ir.
Se puede pues ser optimista y serio. Yo soy la prueba.
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