La visita al ginecólogo. Es como la visita al dentista pero solo para mujeres. Algo que todas odiamos. ¡O desde luego yo! Porque no hay situación más agradable y más cómoda que ponerte en una silla de consulta con las piernas en el aire mientras un médico te mete aparatos de metal sin ningún cuidado, luego los dedos para apretarte y girarlos de un lado a otro como si fueras de goma, y ya para terminar un palitroque de plástico para hacerte una ecografía vaginal. Y todo, ¡faltaría más!, sin el menor cuidado. Y una piensa: es porque es un hombre, no entiende que eso duele. Pero no, luego te cuentan tus amigas que su ginecóloga hace lo mismo o todavía peor y te llama quejica si dices que duele... para luego resultar que tienes que volver con hemorragia porque la muy animal te ha hecho una herida. O sea, que al final no quieres ir ni a hombres ni a mujeres, porque lo que pasa es que no quieres ir a ginecólogos que te metan cosas en ningún sitio.
Y es que si lo pensamos, la idea en sí misma es asquerosa y muy fuerte para la cabeza. Si a una mujer un hombre que no es su pareja o con el que no ha aceptado tener sexo le introduce cosas en su vagina, como poco se sentiría violada. Ya simplemente si se tiene que desnudar y espatarrar delante de un desconocido se sentiría humillada o, por lo menos, insegura y en peligro. Sin embargo todos los años vamos a visitar a un tipo que no conocemos de nada y, por el simple hecho de llevar una bata blanca y una chapa con "Dr. Algo", ya le dejamos hacer más o menos las barbaridades que le dé la gana sin protestar. Y aunque nos sentimos mal, aunque lo odiamos, aunque después no queramos ni pensarlo, aunque... el caso es que no nos sentimos violadas en nuestra intimidad. ¡Es increíble lo que la cabeza puede hacer!
Ni se te ocurra dejar de ir
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